VALENCIA. Érase una vez un sitio llamado Hollywood. En realidad, este sitio no era nada, pero a principios del siglo XX se establecieron en Los Ángeles los primeros estudios de cine, que entonces era un invento novedoso que servía de entretenimiento al populacho. En una época en que la civilización aún no había llegado a todo el Oeste norteamericano, la leyenda cuenta que estos pioneros se fueron al quinto pino en busca de sol, luz y ambiente agradable para realizar películas.
Lo cierto es que se fueron lo más lejos que pudieron de la civilización de los estados del Este, y se establecieron cerquita de la frontera con México: así, si tenían cualquier problemilla legal (como el pago de tasas, impuestos o derechos por hacer películas basadas en novelas y obras de teatro), pues podían escapar en un santiamén. La meca del cine no la fundaron artistas concienciados, sino aventureros, ladrones y vagabundos: la gente del mundo del espectáculo de toda la vida.
Dado que el negocio iba viento en popa, estos filibusteros pasaron a ser hombres respetables, los estudios se hicieron más y más grandes con películas más profesionales y el cine de Hollywood pasó a convertirse en una marca de calidad "made in USA", como en breve lo serían también Walt Disney, McDonald's o los métodos de tortura de la CIA. El cine norteamericano creció como una de las principales industrias de entretenimiento, de modo que los magnates del ramo decidieron inventar algo que homogeneizara el mercado en un país tan grande y convirtiera sus películas en las dominantes de todos los circuitos de distribución internacionales. Así pues, decidieron crear un premio anual, al que denominaron 'Oscar'.
El premio unificó y dio visibilidad a todos los oficios del cine, tanto artísticos como técnicos, y viene cumpliendo, desde sus orígenes, una doble función. En primer lugar, el establecimiento de un criterio que discrimina entre "cine bueno" y "cine malo". El criterio es fácil de comprender: cuanto más "norteamericana" parezca la película, es mejor, y, por lo tanto, con más posibilidades de ganar un premio. Si la película no parece norteamericana, por el motivo que sea (porque no es narrativa, porque tiene un ritmo lento en la narración o porque cuestiona del todo instituciones sagradas como la familia o la democracia estadounidense), la película desaparece del acceso a los premios y, por extensión, de los canales de distribución.
Para que las cinematografías que tienen la desgracia de no haber nacido en EE.UU. se sientan mejor, se creó una categoría especial, de modo que gana una película que no sea de allí, pero que lo parezca. Son las migajas a las que opta con entusiasmo cada año el cine español: la mejor película extranjera.
La segunda función consiste en dejar claro que lo que prima en una industria del entretenimiento no es la calidad, sino el dinero y el soborno. La prensa se esfuerza por vendernos la imagen de que los académicos se encierran, ven películas, las puntúan y gana la mejor película. No nos muestran las fiestas privadas de las productoras y el desfile de cocaína y prostitución de lujo con el que sobornar la férrea voluntad de los miembros de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. ¿Cómo? ¿Sexo y drogas en la industria del espectáculo? Calle, hombre, calle.
Lo que se dirime, así pues, en la entrega de los Oscar de Hollywood no es qué película es mejor, sino qué película accede a unos determinados mercados de distribución. Si un año interesa potenciar un sector europeo en concreto, ganará la película de ese país.
Se trata de una serie de acuerdos comerciales que escapan a la comprensión y conocimiento de la gente, por lo que todos preferimos entretenernos con las chorraditas en plan prensa rosa: que si esta actriz bate el récord de aquélla de los años 50 si gana otro premio, que si es la primera vez que nominan a este director, que si seguro que gana esta película porque es mejor que aquélla, etc.
Sucede aquí igual que con las candidaturas olímpicas: Madrid no hace inversiones ingentes de dinero para ser sede por una consideración altruista del deporte, sino por los negocios (inmobiliarios y de todo tipo) que tal designación conlleva. Y por eso se dedican a sobornar las instituciones a los miembros del COI, hasta que un griego que es amigo de la Reina de repente no vota a última hora y deja a la capital española fuera de juego (como sucedió en julio de 2005). Ni eso se hace por el deporte ni esto de los Oscar y los Goya se hace por el cine.
Así es como se explica que una fiesta privada de una industria local haya adquirido una repercusión internacional: porque no es un lugar de fiesta, sino de negocio. Por eso, en España no han ganado Oscar los cineastas más destacados de nuestro cine (Berlanga, Erice o Martín Patino, por ejemplo), sino quienes mejor han entendido que el cine es negocio que hay que explotar con los resortes de la publicidad y la autopromoción: José Luis Garci, Fernando Trueba, Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar.
Los Oscar representan el triunfo del modelo norteamericano de hacer y vender cine, y su periodicidad anual sirve para pasar revista, para dejar claro a todo el mundo que aquí nadie estornuda si no es con el consentimiento de la industria estadounidense.
Por todo ello, la manera de que el negocio funcione es proporcionar entretenimiento, hasta el punto de que se lleva a cabo una ceremonia entretenida, en un formato que han copiado los certámenes de distintos países: tono distendido a cargo de un showman que da paso a personajes famosos que otorgan los premios, suspense artificial escenificado en la presentación del veredicto en un sobre cerrado, números cómicos y musicales intercalados para no aburrir al personal, etc.
Y, cómo no, el meollo de la cuestión: las quinielas. Es decir, la publicación de las películas nominadas semanas antes de la entrega, para que los medios de comunicación estén la mar de distraídos llenando páginas y páginas sobre las virtudes de unas películas que acaban de estrenarse o que están a punto de comercializarse en DVD. De este modo, la publicidad continúa porque, ya se sabe, Hollywood no duerme nunca.
Las nominaciones responden, así pues, a las películas más exitosas y publicitadas del último año, destacando, en la edición actual, La invención de Hugo (Martin Scorsese) y The Artist, con 11 y 10 opciones, respectivamente. Después ya aparecen War Horse, Los descendientes, Millenium, Criadas y señoras y Midnight in Paris. Y están también los premios que parecen cantados, como el de mejor actriz, que parece que se ha convertido en el de mejor imitación: si se lo otorgan a Meryl Streep en esa hagiografía fascistoide que es La dama de hierro, se premiará el trabajo de imitadora, ya que su papel consiste en una recreación que se asemeja bastante al personaje de la madre que, hace unos años, nos ofrecía en televisión Javier Gurruchaga. También opta a premio El árbol de la vida, una de las pedanterías beatorras más sonrojantes que hemos visto en los últimos años. Mientras, la industria del cine patrio ha intentado colar alguna nominación pero, en esta ocasión, la tarta se repartía por otros lados.
Y es así como ese lugar maravilloso llamado Hollywood floreció y dio lugar a un Edén de alegría, buenos sentimientos y sensatez: vamos, lo que define el "American way of life". Evidentemente, no nos perderemos la ceremonia y sus reacciones, porque la respuesta no es ir por sistema a los Babel a ver películas checas con subtítulos en francés. De hecho, no es un problema de películas concretas sino de articulación del modelo de negocio. Y de la sumisión de la cinematografía española a unos parámetros cada vez más "americanizados", incluso a la hora de hacer una gala para entregar premios. Pero qué más dará eso, si lo importante es que cosillas como la cultura (y la sanidad y la educación) se dediquen a la rentabilidad económica...
Lo cierto es que se fueron lo más lejos que pudieron de la civilización de los estados del Este, y se establecieron cerquita de la frontera con México: así, si tenían cualquier problemilla legal (como el pago de tasas, impuestos o derechos por hacer películas basadas en novelas y obras de teatro), pues podían escapar en un santiamén. La meca del cine no la fundaron artistas concienciados, sino aventureros, ladrones y vagabundos: la gente del mundo del espectáculo de toda la vida.
Dado que el negocio iba viento en popa, estos filibusteros pasaron a ser hombres respetables, los estudios se hicieron más y más grandes con películas más profesionales y el cine de Hollywood pasó a convertirse en una marca de calidad "made in USA", como en breve lo serían también Walt Disney, McDonald's o los métodos de tortura de la CIA. El cine norteamericano creció como una de las principales industrias de entretenimiento, de modo que los magnates del ramo decidieron inventar algo que homogeneizara el mercado en un país tan grande y convirtiera sus películas en las dominantes de todos los circuitos de distribución internacionales. Así pues, decidieron crear un premio anual, al que denominaron 'Oscar'.
El premio unificó y dio visibilidad a todos los oficios del cine, tanto artísticos como técnicos, y viene cumpliendo, desde sus orígenes, una doble función. En primer lugar, el establecimiento de un criterio que discrimina entre "cine bueno" y "cine malo". El criterio es fácil de comprender: cuanto más "norteamericana" parezca la película, es mejor, y, por lo tanto, con más posibilidades de ganar un premio. Si la película no parece norteamericana, por el motivo que sea (porque no es narrativa, porque tiene un ritmo lento en la narración o porque cuestiona del todo instituciones sagradas como la familia o la democracia estadounidense), la película desaparece del acceso a los premios y, por extensión, de los canales de distribución.
Para que las cinematografías que tienen la desgracia de no haber nacido en EE.UU. se sientan mejor, se creó una categoría especial, de modo que gana una película que no sea de allí, pero que lo parezca. Son las migajas a las que opta con entusiasmo cada año el cine español: la mejor película extranjera.
La segunda función consiste en dejar claro que lo que prima en una industria del entretenimiento no es la calidad, sino el dinero y el soborno. La prensa se esfuerza por vendernos la imagen de que los académicos se encierran, ven películas, las puntúan y gana la mejor película. No nos muestran las fiestas privadas de las productoras y el desfile de cocaína y prostitución de lujo con el que sobornar la férrea voluntad de los miembros de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. ¿Cómo? ¿Sexo y drogas en la industria del espectáculo? Calle, hombre, calle.
Lo que se dirime, así pues, en la entrega de los Oscar de Hollywood no es qué película es mejor, sino qué película accede a unos determinados mercados de distribución. Si un año interesa potenciar un sector europeo en concreto, ganará la película de ese país.
Se trata de una serie de acuerdos comerciales que escapan a la comprensión y conocimiento de la gente, por lo que todos preferimos entretenernos con las chorraditas en plan prensa rosa: que si esta actriz bate el récord de aquélla de los años 50 si gana otro premio, que si es la primera vez que nominan a este director, que si seguro que gana esta película porque es mejor que aquélla, etc.
Sucede aquí igual que con las candidaturas olímpicas: Madrid no hace inversiones ingentes de dinero para ser sede por una consideración altruista del deporte, sino por los negocios (inmobiliarios y de todo tipo) que tal designación conlleva. Y por eso se dedican a sobornar las instituciones a los miembros del COI, hasta que un griego que es amigo de la Reina de repente no vota a última hora y deja a la capital española fuera de juego (como sucedió en julio de 2005). Ni eso se hace por el deporte ni esto de los Oscar y los Goya se hace por el cine.
Así es como se explica que una fiesta privada de una industria local haya adquirido una repercusión internacional: porque no es un lugar de fiesta, sino de negocio. Por eso, en España no han ganado Oscar los cineastas más destacados de nuestro cine (Berlanga, Erice o Martín Patino, por ejemplo), sino quienes mejor han entendido que el cine es negocio que hay que explotar con los resortes de la publicidad y la autopromoción: José Luis Garci, Fernando Trueba, Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar.
Los Oscar representan el triunfo del modelo norteamericano de hacer y vender cine, y su periodicidad anual sirve para pasar revista, para dejar claro a todo el mundo que aquí nadie estornuda si no es con el consentimiento de la industria estadounidense.
Por todo ello, la manera de que el negocio funcione es proporcionar entretenimiento, hasta el punto de que se lleva a cabo una ceremonia entretenida, en un formato que han copiado los certámenes de distintos países: tono distendido a cargo de un showman que da paso a personajes famosos que otorgan los premios, suspense artificial escenificado en la presentación del veredicto en un sobre cerrado, números cómicos y musicales intercalados para no aburrir al personal, etc.
Y, cómo no, el meollo de la cuestión: las quinielas. Es decir, la publicación de las películas nominadas semanas antes de la entrega, para que los medios de comunicación estén la mar de distraídos llenando páginas y páginas sobre las virtudes de unas películas que acaban de estrenarse o que están a punto de comercializarse en DVD. De este modo, la publicidad continúa porque, ya se sabe, Hollywood no duerme nunca.
Las nominaciones responden, así pues, a las películas más exitosas y publicitadas del último año, destacando, en la edición actual, La invención de Hugo (Martin Scorsese) y The Artist, con 11 y 10 opciones, respectivamente. Después ya aparecen War Horse, Los descendientes, Millenium, Criadas y señoras y Midnight in Paris. Y están también los premios que parecen cantados, como el de mejor actriz, que parece que se ha convertido en el de mejor imitación: si se lo otorgan a Meryl Streep en esa hagiografía fascistoide que es La dama de hierro, se premiará el trabajo de imitadora, ya que su papel consiste en una recreación que se asemeja bastante al personaje de la madre que, hace unos años, nos ofrecía en televisión Javier Gurruchaga. También opta a premio El árbol de la vida, una de las pedanterías beatorras más sonrojantes que hemos visto en los últimos años. Mientras, la industria del cine patrio ha intentado colar alguna nominación pero, en esta ocasión, la tarta se repartía por otros lados.
Y es así como ese lugar maravilloso llamado Hollywood floreció y dio lugar a un Edén de alegría, buenos sentimientos y sensatez: vamos, lo que define el "American way of life". Evidentemente, no nos perderemos la ceremonia y sus reacciones, porque la respuesta no es ir por sistema a los Babel a ver películas checas con subtítulos en francés. De hecho, no es un problema de películas concretas sino de articulación del modelo de negocio. Y de la sumisión de la cinematografía española a unos parámetros cada vez más "americanizados", incluso a la hora de hacer una gala para entregar premios. Pero qué más dará eso, si lo importante es que cosillas como la cultura (y la sanidad y la educación) se dediquen a la rentabilidad económica...
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