Crónica de la muerte de Nelson Mandela

El 18 de julio de 1975 Nelson Mandela decidió celebrar su cumpleaños número 57. Al calor de un pedazo de pan y una taza de café, privilegios obtenidos después de 12 años de maltratos y atropellos en la prisión de Robben Island, en Sudáfrica, sus camaradas Walter Sisulu y Ahmed Kathrada le propusieron que escribiera unas memorias para anticiparse a la conmemoración de su sexagésimo aniversario y para que sirvieran de inspiración a los jóvenes luchadores por la libertad. El preso número 466/64 no lo pensó mucho y al día siguiente empezó su manuscrito.

En la húmeda y fría celda, que le fue asignada desde el primer día en aquella isla convertida en prisión, empezó un ritual que se prolongó por cuatro meses. Escribía en las noches y dormía durante el día, después de cumplir su jornada de trabajos forzados picando piedra en la cantera de caliza. Bajo la sospecha de sus implacables carceleros, Mandela escribía, mientras sus amigos se encargaban de ocultar y resguardar los manuscritos.

La cadena funcionaba así: cada mañana Mandela le pasaba a Kathrada lo escrito la noche anterior; él se lo leía a Walter y escribía comentarios al margen; las hojas pasaban a manos de Laloo Chiba, quien pasaba el escrito en una taquigrafía minúscula, que convertía 10 folios en un pedazo pequeño de papel. Mac Maharaj debía hacer llegar el manuscrito al exterior en 1976, cuando recobrara la libertad. Durante meses escondió los pequeños papeles en las tapas de sus cuadernos de notas. Solo quedaba un problema: qué hacer con las 500 páginas de los originales.

El resultado fue El largo camino hacia la libertad, la autobiografía que dedica buena parte de sus páginas a sus reflexiones sobre cómo llevar a cabo la lucha contra el apartheid, sobre todo durante los años que estuvo en prisión. Porque el régimen penitenciario perpetuaba la discriminación: los negros llevaban pantalones cortos; a los africanos no se les suministraban medias; la comida era mucho peor que la de los mestizos y los indios, consistía en una papilla de maíz como desayuno, almuerzo y comida, matizada de vez en cuando con pocas verduras dañadas; como presos políticos, Mandela y sus colegas no podían entrar en contacto con otros prisioneros y durante los primeros años fueron sometidos a la inoficiosa tarea de picar piedras con un mazo durante todo el día.

Los guardianes blancos los sometían a un duro régimen, los gritaban con expresiones que usaban para arriar a las vacas y bueyes. Entraban a la cárcel de Robben Island en la categoría D, la última, para llegar a la A y disfrutar de privilegios como recibir visitas y correspondencia, tener la posibilidad de comprar víveres o estudiar, podrían tardar muchos años, al cabo de los cuales podrían perderlos por cualquier falta pequeña o inexistente.

La idea de Mandela (y de varios de sus copartidarios presos) fue mantener su dignidad aun en las peores circunstancias de reclusión. Nunca dejó de luchar por sus derechos y se convirtió en interlocutor válido ante las autoridades carcelarias, en vocero de sus compañeros y hasta en abogado defensor de prisioneros que ni siquiera conoció. Enfrentó a sus carceleros, nunca bajó la cabeza ni renunció a sus reclamos. Fue recurrente para él pasar largas temporadas en aislamiento, el peor de los castigos en la dureza de la vida carcelaria, por negarse a ponerse de pie ante la llegada de un guardián, por leer un periódico, por guardar comida o por protestar ante cualquier injusticia.

El régimen de visitas era aberrante: las autorizaban de un día para otro, de tal manera que las familias no conseguían viajar hasta la isla. Si el familiar estaba listo, retrasaban los trámites hasta hacerle perder el vuelo. Había presos que pasaban décadas sin recibir una sola visita. Gracias a sus constantes batallas, Mandela pudo recibir varias veces a su esposa Winnie, quien además debía superar la persecución, los allanamientos, las proscripciones y los carcelazos para poder ver a su marido.

Aun así, Mandela creía que sus guardianes podrían ser educados en la igualdad y en muchas ocasiones evadió conflictos y fue amable con quienes lo trataron con alguna consideración. Con esa misma convicción alentó los debates políticos y la formación a los demás presos. Logró vincular a varios de ellos al Congreso Nacional Africano (CNA).

Después de varios años de obstinación, por fin consiguieron la potestad de llevar pantalones largos y medias. En 1969, cada uno pudo tener un uniforme de su talla. También conquistaron el privilegio de comer pan de vez en cuando, y el derecho a tener juegos de mesa y cartas. Lograron, además, que los dejaran hablar mientras trabajaban en la cantera. A los cuatro años, los dejaron salir los domingos al servicio religioso y a media hora de ejercicio, y los eximieron de trabajar en Navidad. Luego de estas conquistas, un nuevo director les quitó todo privilegio y los degradó hasta dejarlos como recién llegados a la cárcel.

Mandela y sus amigos recurrieron a huelgas de hambre y lograron acabar con el trabajo en la cantera, en 1977. Dos años más tarde, les anunciaron que la dieta de todos los presos sería igual. En 1980 se les autorizó comprar periódicos, aunque solo llegaban los más conservadores, que aparecían mutilados por los censores.

Cada logro los alentaba a no desfallecer en su lucha. En medio de su aislamiento, Mandela y sus partidarios lograron enterarse de las victorias que el movimiento contra el apartheid lograba en Sudáfrica y en el entorno internacional: los levantamientos de junio de 1976 por parte de 15.000 estudiantes que se rebelaron contra la norma que imponía que la mitad de las clases de secundaria debían dictarse en afrikaans. Por la misma época triunfaron los ejércitos de liberación en Mozambique y en Angola.

Mientras tanto, el CNA cobraba fuerza, las revueltas en las calles eran incontenibles para el ejército blanco, el MK, grupo armado que Mandela creó en la clandestinidad, seguía con sus sabotajes y lograba desestabilizar al gobierno. Las presión internacional hizo que las autoridades aliviaran el régimen carcelario de Mandela y en 1982, sin previo aviso, lo trasladaron a Pollsmoor, una prisión a pocos kilómetros de Ciudad del Cabo, donde después de 18 años pudo dormir en una cama con sábanas, tener toallas, baño, ducha, comida decente y acceso a la prensa sin censura.

Mandela vio en esta nueva realidad las condiciones para entablar un diálogo con sus inflexibles enemigos. Así como en 1962 se convenció de que la lucha armada era una opción para conquistar la libertad de su pueblo, vio que este era el momento de abrirle paso a la negociación. Aquel día de mayo de 1984, cuando pudo abrazar a su esposa después de 21 años de aislamiento, el eterno luchador tendió la mano a sus opresores. El proceso de acercamiento duraría seis años más, durante los cuales lo cambiaron de prisión y le permitieron salir a negociar de manera secreta con el gobierno, hasta lograr su libertad en 1990.

Cromos

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