Muerte de Eduardo Galeano conmociona a Latino América

La muerte de Eduardo Galeano estaba anunciada desde hace semanas. Pero sólo a los amigos y cómplices que el escritor y Helena Villagra, su compañera, denominaban "el círculo chico". Nadie más podría enterarse de que Eduardo vivía sus últimos días. "Empezamos 10 sesiones de radioterapia; tiene una vértebra muy tomada, con peligro de aplastamiento", me escribió Elena a finales de diciembre. "No se puede hacer nada más, así de crudo. Ya conecté con cuidados paliativos. Y los malos tienen laaaarga vida, ¿no? ¡Qué injusticia! Ayer vino el Pepe Mújica a darle un abrazo; nos emocionó mucho". El viernes pasado, Eduardo fue internado en el hospital donde fallecería. La prensa uruguaya mantuvo embargada la noticia del fallecimiento hasta que Helena la hizo pública.

Los frenos y los sueños de Helena

Discreta, siempre en segundo plano, Eduardo hablaba de su compañera con inagotable cariño y admiración íntima. Helena le tenía prohibido hablar de la muerte y le empujaba con habilidad a sendas dialécticas de optimismo. Una noche, cenando en un restaurante de Montevideo, empezamos a debatir sobre lo que en el fútbol se llaman "los minutos de la basura", esos que ya no merece la pena jugar. Inevitablemente el fútbol se hizo metáfora de la vida: ¿vale la pena jugar/vivir los minutos/días de la basura? Y Helena nos cortó: "Lo que no vale la pena es hablarlo". Eduardo siempre aceptaba su censura amable y cambiaba de tema.

Una tarde, refugiados durante un rato en la soledad de su escritorio, Eduardo me contó alguno de los sueños de Helena. "Cada mañana me sorprende con el relato de sus pesadillas", confesaba. "Me humilla durante los desayunos preguntándome qué he soñado, porque sabe que mis sueños son horriblemente mediocres y burocráticos, mientras que los de ella son maravillosos". Recordamos entonces la pesadilla de Helena que aparece en las páginas de 'Los hijos de los días': "Estábamos en la cola de un aeropuerto y cada pasajero llevaba una almohada. Había que pasar las almohadas por una máquina que leía los sueños de quienes habían dormido en ellas, y averiguaba si eran peligrosos».

Últimos y primeros encuentros

Eduardo Galeano hablaba despacio, sopesando cada palabra. Manejaba primorosamente las pausas, buscaba la complicidad de sus interlocutores con la mirada, y subrayaba sus expresiones con gestos mínimos y sonrisas sutiles. Acostumbrado a corregirse sin piedad y a reescribir sus textos casi obsesivamente, contaba las cosas casi como si dictara, sabedor de que su forma de expresarse resultaba seductora.

Nuestra última cita fue en el café que ocupa el escenario de un viejo teatro, el Grand Splendid, convertido en la librería más hermosa del mundo: El Ateneo, en la porteña Avenida de Santa Fe. Eduardo me esperaba en una mesa del fondo, con la mirada clavada en el suelo. Me acerqué a él, creyendo que no me había visto. Y me saludó sin levantar los ojos: "Para saber que eres tú me bastan tus andares de pistolero, porque caminas como John Wayne", dijo riendo. Tenía la piel irritada por la quimioterapia y parecía mentalmente fatigado. Parte de nuestra charla resultó amarga, porque compartimos una profunda decepción ante algunos datos más que polémicos sobre una personalidad española que ambos considerábamos adalid de los derechos humanos. Pero también reímos de buena gana comentando la noticia de que 'Las venas abiertas de América Latina' siguiera siendo, más de cuarenta años después de su publicación, el libro más robado en Buenos Aires. Que es como decir el más buscado por quienes tienen menos dinero que necesidad de leerlo.

La mayor parte de nuestras últimas charlas fueron allí, en El Ateneo. Nunca volvimos juntos al escenario de las primeras, allá por los inicios de 1976: el café La Paz, en la calle Corrientes, cerca de donde estaba la redacción de 'Crisis', la revista que Eduardo fundó durante su exilio en Buenos Aires. Cada semana sus páginas eran una denuncia del terror político y del latrocinio; cada semana, también, se producía una baja por muerte o exilio entre sus colaboradores.

La Paz era un 'café de rojos', siempre bajo vigilancia de las fuerzas conjuntas (ejército y policía). De repente sonaba un estruendoso pitido y por cada puerta entraba un grupo de soldados encañonando a los parroquianos mientras eran identificados o detenidos. El siniestro ritual represivo fue haciéndose más frecuente hasta resultar insoportable. Sin embargo Eduardo decía que no sentía miedo. Acaso porque la permanente amenaza militar formaba parte del ambiente de Buenos Aires, y se aceptaba como un riesgo más de la vida en la capital sudamericana.

Hasta que, un día, a Eduardo le asustó el hecho de no tener miedo. Le preocupó si no estaría evaluando mal la situación. Y, con el recuerdo de los compañeros perdidos en la maravillosa aventura de 'Crisis', decidió tomar el camino del exilio. En Madrid tropezaría con un muro burocrático para obtener la residencia. Y hubimos de hacerle un falso contrato para que le facilitaran los papeles. Después se afincó en Calella (Cataluña) donde siguió alzando su voz y escribiendo como siempre, contra los de siempre.

Otras veces charlamos en el Café Brasileiro, cuya pastelería le tentaba, en el barrio viejo de Montevideo. O por teléfono, desde Madrid, Buenos Aires o Nueva York. Como cuando me pidió que fuera al Bronx y le describiera la tumba olvidada de Gouverneur Morris, para hablar de ella en 'Espejos'. Todas y cada una de tantas conversaciones a lo largo de 39 años suponen un legado inolvidable.

El Mundo


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