Historias de carpinteros bolivianos

Los carpinteros son de pocas palabras, como todo artesano que tiene que resolver asuntos importantes que no permiten error alguno. Más cuando se utiliza herramientas delicadas como cepillo o el formón. En el taller del carpintero Juan, a la subida de la final Buenos Aires el ruido de la cierra eléctrica compite con la música a todo volumen que parece levantar aún más la polvareda de aserrín.

Don Juan hace puertas, mesas y estantes. No ha incursionado en sillones y sillas porque, dice, se requiere las manos de talladores que hoy por hoy están cada vez más escasos. El oficio de carpintero es prácticamente un legado. Recuerda que su abuelo era dueño de las viejas herramientas que hoy sobreviven en el taller y que su padre las mantuvo casi como una reliquia. Su abuelo contaba historias de los viejos ebanistas que se agremiaban para conseguir posicionarse en el mercado y tener su propio sindicato.

Muchos carpinteros se hicieron famosos por su fina obra y hasta se lograron convertir en verdaderos empresarios, dice don Juan envuelto en su viejo overol azul que, por cierto, ha perdido el color hace mucho tiempo. Cortez y franco, don Juan se sumerge en su obra y no da charla. Su padre la había aconsejado alguna vez, “sabes hijo…, la charla perjudica”, dice sin rodeos al periodista que intenta recoger su testimonio de cómo festejará su Día, este lunes. Este día descansará, cierto, porque él mismo suele afirmar que los lunes hay que descansar todavía, porque trabaja hasta los días sábado.

El Día del carpintero es parte de esta jornada que permite algunas licencias como las de traer a colación, por ejemplo el “micro-relato” del escritor uruguayo Eduardo Galeano respecto a este oficio maravilloso:

“Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos.

Él es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse.

Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra.

No sabía que eras loco por el cine le dice un vecino.

Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video puede detener las películas para estudiar los muebles”.

El Diario

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